G. Halasz Brassal
Una mañana cualquiera desperté en mi cama por el despertador con ese timbre chillón que tanto detesto. Me hundí bajo las sábanas blancas de esa cama inmensa dentro de mi habitación. Sentí con mis manos la almohada y me aferré a ella en posición fetal. Sentí la mañana. Ocho en punto. Aventé las cobijas y me estiré completamente. Sentí ese calambre rico en la espalda que recorre desde tu cabeza a tus brazos, tu vientre y baja hasta tus piernas y tus pies y tus dedos. Me senté. Volteé a la ventana y hacía un hermoso día soleado de los que tanto me gustan. Me volví a tumbar sobre la cama viendo al techo, admirando su nada; me olvidé del tiempo, de la hora. Estaba ahí rodeada de todo y de nada y me perdí. Fui todo para mí.
Ayumi.
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